Por Luis Córdova
Guillermo Lasso heredó unas anteojeras de las que no quiere desprenderse. Alarmado por la visibilización de la violencia criminal en las cárceles y en las calles desde el primer día buscó un diagnóstico, pero encontró unas anteojeras. Recuérdese la primera reunión con el Consejo de Seguridad Pública del Estado, la noche del 24 de mayo. Desde entonces, el relato y la praxis no han cambiado: la mayor amenaza a la seguridad pública y ciudadana es el narcotráfico y los encargados para enfrentarlo son los militares.
Lamentablemente no solo el diagnóstico es equivocado, sino que la intervención del problema también es errónea. ¿Por qué?
En primer lugar, porque la economía política de la criminalidad no se entiende narcotizándola. Al contrario, eso encubre una realidad que ningún gobierno quiere asumir. Cuando todo –o casi todo– se reduce al narcotráfico se deja por fuera el resto de las economías criminales, cuyos efectos sociales son más perniciosos.
Durante los últimos veinte años Ecuador y América Latina han experimentado un vertiginoso desarrollo de mercados ilegales e informales. El boom de las materias primas que vivió la región, desde principios del siglo XXI, expandió la economía legal e ilegal. Incluso, en países donde se redujo la pobreza y el desempleo hay una mayor demanda de bienes ilícitos. Una paradójica situación que explica Marcelo Bergman en su obra More Money, More Crime. Prosperity and rising crime in Latin America (OUP, 2018).
Mientras el “narcotráfico” intoxica la agenda de seguridad del gobierno las organizaciones que operan otros mercados ilícitos crecen sigilosamente. Claro que hay nexos con el narcotráfico, pero eso no significa que la realidad siempre es gris. La política es el arte de diferenciar; pero cuando solo se dispone de un martillo a todos los problemas se les mira como clavos.
En segundo lugar, la intervención de los militares en el diseño de la política de seguridad pública crea puntos ciegos que el gobierno descuida.
Una de las economías criminales más arraigadas en el Ecuador es el tráfico de armas (https://www.planv.com.ec/historias/sociedad/ecuador-radiografia-del-crimen-organizado-y-sus-actores).Pero nada se dice al respecto desde el Palacio de Carondelet o la Recoleta. Tal vez porque tienen ropa tendida. ¿Quién ha estado a cargo del control de armas en Ecuador, al menos desde el 2011? ¿Quién es el mayor custodio de armas en el país? ¿Cuán eficiente han sido las Fuerzas Armadas en el control de armas? Son preguntas que merecen una respuesta, antes de reducir la problemática de la violencia criminal al narcotráfico. Porque los sicarios no usan pistolas de agua y las armas de fuego no caen del cielo.
En vez de exigir respuestas el presidente se pone sus anteojeras y se refugia en los militares. Desde la perspectiva democrática ceder el diseño de la política de seguridad interna a las Fuerzas Armadas no es una buena idea. Menos, cuando se usan como muletillas al “narcotráfico” y el “crimen organizado” en los discursos oficiales. Al hacerlo, los militares no solo ganan influencia sobre la autoridad civil, sino que la toma de decisiones se llena de sesgos y errores de percepción.
Recuérdese que en torno a la “guerra contra las drogas” hay un conjunto de intereses creados a nivel global, regional y local, por parte de las fuerzas de seguridad; lo que alimentan un círculo vicioso del que es muy difícil salirse. Colombia, México, Brasil o Filipinas pueden dar fehacientes testimonios al respecto. Los cuatro países han militarizado en distinto grado la “lucha antinarcóticos” y el resultado es elocuente: las economías criminales siguen boyantes en medio de un reguero de sangre.
Urge desnarcotizar la agenda de seguridad en el Ecuador y desmilitarizar la seguridad pública. El presidente Lasso está a tiempo para quitarse las anteojeras que le heredó Lenin Moreno y abandonar la política del caballo porfiado, que avanza raudamente sin mirar el contexto, ni aprender del pasado.
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