La securitización de la protesta social

Por Luis Córdova

Durante el cambio de mando militar, el pasado jueves 11 de junio, el ex jefe del Comando Conjunto de las FF.AA., Gral. Luis Lara, en su discurso de orden manifestó: “la insurgencia interna es, señor presidente [dirigiéndose a Guillermo Lasso], una de las mayores amenazas para la integridad de la nación, los sucesos de 2019 en Ecuador y las recientes asonadas de Colombia y Chile así lo confirman”. Tal aseveración forma parte de una estrategia de securitización de la protesta social en la que se empeñó el gobierno de Lenin Moreno, tras las protestas de octubre de 2019. Estrategia que fomenta la violencia política porque revive la idea del “enemigo interno” y cierra las puertas de diálogo para desactivar la conflictividad social. 

La noción de “securitización”, acuñada por Barry Buzan y Ole Wæver, es una de las innovaciones teóricas más relevantes en los estudios críticos de seguridad. Se trata de una práctica discursiva ejecutada generalmente por agentes gubernamentales para convertir un asunto público en una “amenaza existencial” para el Estado. Así el asunto es desplazado del debate político y se vuelve monopolio de los aparatos de seguridad del Estado. En otras palabras, cuando un problema público es securitizado la única respuesta plausible desde el poder estatal es combatirlo y eliminarlo.

El Gral. Lara no es el primero en esgrimir esta estrategia de securitización de la protesta social. El propio Oswaldo Jarrín, ex ministro de Defensa, y María Paula Romo, ex ministra de Gobierno, no desperdiciaron ninguna oportunidad para reforzarla en cada intervención pública. Pero con estos actos, lejos de mostrar fortaleza, evidenciaron la falta de voluntad política o capacidad para procesar los asuntos que motivaron las protestas de octubre de 2019.

La securitización de la protesta social guarda un estrecho vínculo con la militarización de la seguridad interna; esto es, la participación de los militares en tareas de seguridad pública. Algo que se ha normalizado en América Latina y que en Ecuador está ganando presencia.

El gobierno de Rafael Correa ya criminalizó la protesta social. Además, encargó a las Fuerzas Armadas el control de armas en el país, entre otras tareas, sin que hasta la fecha existan cifras claras para evaluar tal desempeño. Pero Lenin Moreno fue un paso más allá al involucrar a los militares en operativos antinarcóticos y securitizar la protesta social: convirtiéndola en una “amenaza existencial”. Hoy, Guillermo Lasso no parece dispuesto a revertir esta tendencia. Para muestra un botón. Hace pocos días el actual gobernador del Guayas, Vicente Taiano, muy suelto de huesos informaba que más de mil efectivos militares se sumarían a patrullar la provincia para combatir la delincuencia.

Ambos procesos (securitización y militarización) plantean serios desafíos a la democracia. Primero, porque al desdibujar el rol institucional de las Fuerzas Armadas (tradicionalmente encargadas de la seguridad externa o defensa nacional) ganan influencia sobre el gobierno civil y las políticas públicas que se implementan, sin asumir la responsabilidad política que eso conlleva. Segundo, porque reactivan mecanismos de violencia política para neutralizar a los opositores, bajo el pretexto de estar luchando contra una supuesta “insurgencia interna”. Tercero, porque despolitizan el debate sobre las causas mediatas e inmediatas de la protesta social, encapsulando el conflicto sociopolítico sin resolverlo.

La protesta social es una legítima manifestación política en todo orden democrático. Pero puede volverse un medio de fuga recurrente y a veces incontenible cuando convergen al menos tres condiciones: desigualdad social, precariedad del sistema de partidos y errores de percepción en los gobernantes. Las desigualdades proveen mayores incentivos para que las demandas sociales detonen en protestas. La precariedad del sistema de partidos impide a los sujetos sociales contar con mediadores fiables para canalizar sus demandas, pasando de las instituciones a las calles. Pero los errores de percepción en los gobernantes –tal como el que induce la securitización de la protesta social– los alienan conduciéndolos a un laberinto que acelera la espiral de violencia en las protestas.

De esto hay muchas experiencias recientes en la región y en el país. Por eso, si el compromiso de Guillermo Lasso con la democracia es auténtico su gobierno debe empezar por des-securitizar la protesta social y desmantelar la militarización de la seguridad interna. Caso contrario el Ecuador puede pasar rápidamente del “país del encuentro” –como sugiere el slogan oficial– al encuentro en las calles para reclamar y protestar.

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Combatir o contener ¿Qué hacer con los mercados ilícitos?

Por Luis Córdova

El 6 de junio de 2016, en Washington, la Agencia para el Control de Drogas de EE.UU. (DEA, por sus siglas en inglés) condecoró al entonces ministro del Interior, José Serrano, por los “extraordinarios resultados” obtenidos con la política antinarcóticos del Ecuador: 332 toneladas métricas capturadas desde el año 2010 y 305 bandas de narcotraficantes desarticuladas, reza el comunicado oficial. La propaganda gubernamental no escatimó esfuerzos en celebrar el acto con bombos y platillos.

Sin embargo, diez meses más tarde, en abril de 2017, la policía de Colombia capturó a Washington Prado Álava, alias “Gerald”, conocido en el vecino país como el “Pablo Escobar ecuatoriano”. Entonces se hizo pública su historia. “Gerald” se había iniciado como lanchero al servicio de la banda “Los Rastrojos”, en 2004. Para el 2010 la mayoría de los cabecillas habían sido capturados y “Gerald” tomó control del negocio ilícito. Se alió con “Los Choneros” y lideró una organización criminal que logró traficar más de 250 toneladas métricas de droga desde el litoral ecuatoriano hacia los EE.UU., entre el 2013 y el 2017, a través de un sofisticado sistema de trasborde marítimo.

Paradójicamente, en el mismo período que el gobierno de Rafael Correa lograba los “mejores resultados” en su lucha antinarcóticos –según la DEA–, la organización criminal de alias “Gerald” también logró expandirse y consolidarse hasta convertirse en el mayor narcotraficante ecuatoriano. El gobierno y el crimen organizado salieron ganando.

Resulta igualmente inquietante lo ocurrido durante el gobierno de Lenin Moreno. Solo en el año 2020 logró la mayor incautación de droga de la última década: 128,4 toneladas métricas. Y a la vuelta de la esquina, en febrero de 2021, se produjo la mayor masacre en la historia reciente del Ecuador, en manos de pandillas carcelarias vinculadas al narcotráfico.

¿Cómo explicar esta paradójica situación? ¿Es la lucha antinarcóticos un fiasco? ¿Qué hacer con los mercados ilícitos? Estas y otras preguntas exigen un amplio debate que por ahora no parece tener oídos entre los candidatos presidenciales. Pero en estos asuntos el silencio no es una opción y el próximo gobierno debe replantear su estrategia frente al crimen organizado.

¿Por dónde empezar? Aquí abogo por un cambio de perspectiva: pasar de una estrategia basada en el combate a los grupos criminales a una estrategia de contención de los mercados ilícitos (tráfico de drogas, contrabando de mercancías, trata de personas, lavado de activos, etc.).

Entre el Estado y los mercados ilícitos hay una relación simbiótica. Este término, traído de la biología, evoca la coexistencia de organismos diferenciados que se benefician mutuamente en su desarrollo vital: los desechos del uno pueden ser el alimento del otro. Cuando el Estado decide qué mercancías prohibir y cuáles permitir, a través de su legislación, no solo delimita un orden público sino también el campo de acción de la economía criminal. La experiencia de la «ley seca», que estuvo vigente en los EE.UU. entre 1920 y 1933 multiplicando del tráfico de licor, es un caso elocuente.

Pero también puede ocurrir que el Estado sea incapaz de atender las demandas sociales de bienes y servicios, facilitando la satisfacción de dicha demanda por parte de actores no estatales con prácticas criminales y mafiosas. Este es el caso de Bangalore, en el sur de la India, donde la infraestructura de agua potable no creció al ritmo que sí lo hizo su población dando origen a la “mafia del agua”, como la llaman sus habitantes: una organización de los propietarios de camiones cisterna que monopolizan la distribución de este recurso vital imponiendo sus condiciones draconianas a los consumidores. O el caso de las haciendas abacaleras de la empresa Furukawa, en el litoral ecuatoriano, donde se mantenía a decenas de hombres, mujeres y niños trabajando en condiciones de esclavitud, en pleno siglo XXI.

El combate a los grupos criminales por parte de las fuerzas de seguridad del Estado solo es efectiva en el corto plazo y con efectos perversos. En el mediano y largo plazo, los mercados ilícitos tienden a fortalecer su arraigo social y nexos políticos. Por ejemplo, en el tráfico de drogas, cuando un gran capo es detenido se produce una “democratización” del mercado ilícito y se multiplican los grupos que pugnan por controlarlo. Así ocurrió tras la muerte de Pablo Escobar y también luego de la captura del Chapo Guzmán.

Distintos episodios de la «Guerra contra las Drogas» muestran fehacientemente que la “mano dura” (política punitiva) y la militarización de la lucha antinarcóticos no generan beneficios sostenibles. Pero, en cambio, el costo en vidas humanas es desgarrador. Sino pregúntenle a los filipinos que padecen la embestida brutal del gobierno de Duterte. O a los hermanos colombiano, donde a pesar del multimillorario «Plan Colombia» implementado desde 1999 con apoyo de los EE.UU. los cultivos de coca y la producción de cocaína han recrudecido. Tal como ocurrió en México con el «Plan Mérida» ejecutado durante el gobierno de Felipe Calderón.

Los gobiernos de la región que optan por el combate no están perdiendo la guerra, se están mordiendo la cola.

Una estrategia de contención implica un cambio de enfoque, de protagonistas y de principios. No se basa en un enfoque securitista que alienta la idea de la amenaza externa y el derecho penal del enemigo. Se fundamenta en una comprensión amplia de la economía política de los mercados ilícitos, identificando y neutralizando los nodos críticos de las redes criminales transnacionales.

Aquí los protagonistas nos son los aparatos de seguridad del Estado (Policía, Fuerzas Armadas y Función Judicial) sino las organizaciones gubernamentales encargadas de la infraestructura física y tecnológica (puertos, aerepuertos, bases de datos públicos, etc.); de los procesos electorales y de la supervisión de flujos económicos y financieros en el sector público y privado.

Pero sobre todo, los principios que guían la estrategia deben ser distintos. Primero, hay que reducir el valor las actividad económica ilícita. Esto implica barajar la posibilidad de regular dichos mercados, despenalizarlos o reconfigurarlos institucionalmente. Segundo, hay que reducir el daño, lo que equivale a medir el perjucio social de los métodos para controlar los mercados ilícitos. La cura no puede ser peor que la enfermedad.

Que el gobierno y el crimen organizado no salgan ganando como en el pasado reciente dependerá de la entereza con que la sociedad demande un cambio de estrategia. Aquí también la falta de voluntad política es el factor crucial, pero no solo hay que reclamarla, hay que construirla colectivamente.

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Cumplimiento de medidas de reparación y construcción de cultura de paz en Ecuador y Chile

Co-autor: Andrés Aguirre

Artículo de investigación. DOI: https://doi.org/10.18800/psico.202102.004

Año: 2021

Resumen: El objetivo de este trabajo consiste en identificar cómo los impactos de los Informes de Comisiones de Verdad en Chile y Ecuador han promovido el cumplimiento de medidas de reparación integral y su relación con la construcción de la Cultura de Paz (CP). Se realizaron dos estudios: el primero, cuyo objetivo fue diseñar y validar el contenido un instrumento para medir la percepción de cultura de paz. El segundo, busca evaluar el conocimiento de medidas de reparación integral como variable interviniente entre las actitudes al trabajo de las Comisiones y las funciones estatales de CP. Se discuten las implicancias de la falta de cumplimiento de medidas de reparación integral y su relación con la construcción de CP en sociedades posconflictos.

La masacre del #23F y la gobernanza criminal en Ecuador

Por Luis Córdova

La masacre ocurrida entre rejas este 23 de febrero (#23F) es el hecho más cruento en los últimos cuarenta años. Basta saber el número de víctimas asesinadas con sevicia (75 personas hasta el momento de escribir estas líneas) para estar consternados y rabiosos. Un hecho macabro como este debería ser un parteaguas en el futuro político inmediato de cualquier sociedad sensata. Pero en el Ecuador agobiado y novelero que vivimos, no lo será. La vorágine electoral consumirá rápidamente este acontecimiento y lo capitalizará como recurso emocional para inducir el voto.

Pero no podemos bajar los brazos y dejarnos llevar por el desasosiego. Aunque muchos buscan respuestas que expliquen lo ocurrido, tal vez convenga replantearse las preguntas y dejar de mirarnos el ombligo como sociedad. Con este afán, a continuación, planteo un par de interrogantes en torno a la violencia criminal de la que somos testigos, considerando experiencias de la región que han sido investigadas con rigor en los últimos años.  

Primera pregunta: ¿El estallido de violencia criminal dentro de las cárceles es el problema o es el síntoma de un problema mayor?

Es cierto que el “populismo penal” que se plasmó en el COIP (Código Orgánico Integral Penal), en el 2014, contribuyó a llenar las cárceles e incrementar los problemas de hacinamiento. También es inobjetable que en Ecuador y en gran parte de América Latina no existen sistemas de rehabilitación social para las personas privadas de libertad.

Convengamos en que las cárceles son cloacas sociales que deshumanizan a cualquiera. Pero, ante todo, aceptemos que son organizaciones porosas que forman parte de un ecosistema de crimen, violencia y poder que se teje más allá de sus muros.

Se tiende a pensar que las personas privadas de libertad están bajo custodia, protección y control de sus celadores —agentes estatales destinados para ese fin—. Por eso, ante la masacre del #23F se reclama la acción gubernamental y se exigen respuestas. Y cuando no hay estallidos de violencia dentro de las cárceles, suele creerse que el Estado funciona bien y el gobierno de turno es eficiente. Pero la realidad desbarata estos supuestos.

La masacre del #23F sincronizada en las tres cárceles más numerosas del país es el síntoma de un problema mayor. Muestra de cuerpo entero la dinámica política de la gobernanza criminal que opera en Ecuador desde hace algún tiempo. Sus protagonistas son Grupos Criminales Organizados (GCO) dentro y fuera del país que se han enraizado localmente y que buscan monopolizar los mercados ilícitos en donde compiten. Pero que, para lograr su propósito, necesitan obtener algún tipo de protección del poder político y sus aparatos de seguridad (Policía, Fuerzas Armadas, Función Judicial), así como arraigo social en las localidades donde operan sus miembros (generalmente barrios suburbanos y marginales).

A este proceso político informal que consiste en generar lealtades entre los habitantes de las localidades donde operan los GCO y, de forma paralela, establecer vínculos con agentes estatales para lograr protección y resguardo, se lo conoce como «gobernanza criminal». El objetivo estratégico es el control zonal para asegurar los flujos de mercancías ilícitas. Como lo demostró Enrique Arias (2006, The Dynamics of Criminal Governance: Networks and Social Order in Rio de Janeiro) al estudiar este fenómeno en las favelas de Río de Janeiro: «el crimen organizado no puede funcionar sin algún grado de apoyo estatal y social».

Segunda pregunta: ¿Los grupos criminales organizados operan al margen del Estado o gracias a él?

En un estudio recientemente publicado de Guillermo Trejo y Sandra Ley (2020, Votes, Drugs, and Violence. The Political Logic of Criminal Wars in Mexico) se plantea una innovadora teoría para comprender el origen del crimen organizado. Sostienen que entre el estado y la delincuencia común se configura una zona gris de la criminalidad, generalmente bajo regímenes políticos autoritarios o democracias electorales minimalistas. «La zona gris es el área donde miembros de las fuerzas armadas, la policía, milicias pro-gubernamentales, fiscales públicos y directores de las penitenciarías coexisten con una amplia variedad de organizaciones criminales. Estos no son órdenes paralelos sino un ecosistema de coerción, corrupción y criminalidad donde las interacciones entre agentes estatales y grupos económicos privados dan lugar al crimen organizado».

En esta misma línea, Schultze-Kraft (2016, Órdenes crimilegales: repensando el poder político del crimen organizado) argumenta que la «crimilegalidad» –como él la denomina– está emergiendo como una característica central del orden político y social, especialmente en los países de ingresos medios y en transición en el sur global.

Con estas ideas en mente, cabe preguntarse si la masacre del #23F, el reparto de hospitales en el actual gobierno, o el sistema de coimas en torno a la contratación pública montado por el gobierno anterior, entre muchos otros, son realmente hechos aislados. O, por el contrario, son distintos episodios de un mismo fenómeno que está consolidándose en Ecuador: la gobernanza criminal.

No hay una receta infalible para salir de este laberinto bien organizado. No obstante, aprender de las experiencias de la región (Colombia, México y Centroamérica, por ejemplo) puede ser un método de trabajo inteligente para desengañarnos y ubicar a la masacre del #23F en su real dimensión.

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