Por Luis Córdova
La masacre ocurrida entre rejas este 23 de febrero (#23F) es el hecho más cruento en los últimos cuarenta años. Basta saber el número de víctimas asesinadas con sevicia (75 personas hasta el momento de escribir estas líneas) para estar consternados y rabiosos. Un hecho macabro como este debería ser un parteaguas en el futuro político inmediato de cualquier sociedad sensata. Pero en el Ecuador agobiado y novelero que vivimos, no lo será. La vorágine electoral consumirá rápidamente este acontecimiento y lo capitalizará como recurso emocional para inducir el voto.
Pero no podemos bajar los brazos y dejarnos llevar por el desasosiego. Aunque muchos buscan respuestas que expliquen lo ocurrido, tal vez convenga replantearse las preguntas y dejar de mirarnos el ombligo como sociedad. Con este afán, a continuación, planteo un par de interrogantes en torno a la violencia criminal de la que somos testigos, considerando experiencias de la región que han sido investigadas con rigor en los últimos años.
Primera pregunta: ¿El estallido de violencia criminal dentro de las cárceles es el problema o es el síntoma de un problema mayor?
Es cierto que el “populismo penal” que se plasmó en el COIP (Código Orgánico Integral Penal), en el 2014, contribuyó a llenar las cárceles e incrementar los problemas de hacinamiento. También es inobjetable que en Ecuador y en gran parte de América Latina no existen sistemas de rehabilitación social para las personas privadas de libertad.
Convengamos en que las cárceles son cloacas sociales que deshumanizan a cualquiera. Pero, ante todo, aceptemos que son organizaciones porosas que forman parte de un ecosistema de crimen, violencia y poder que se teje más allá de sus muros.
Se tiende a pensar que las personas privadas de libertad están bajo custodia, protección y control de sus celadores —agentes estatales destinados para ese fin—. Por eso, ante la masacre del #23F se reclama la acción gubernamental y se exigen respuestas. Y cuando no hay estallidos de violencia dentro de las cárceles, suele creerse que el Estado funciona bien y el gobierno de turno es eficiente. Pero la realidad desbarata estos supuestos.
La masacre del #23F sincronizada en las tres cárceles más numerosas del país es el síntoma de un problema mayor. Muestra de cuerpo entero la dinámica política de la gobernanza criminal que opera en Ecuador desde hace algún tiempo. Sus protagonistas son Grupos Criminales Organizados (GCO) dentro y fuera del país que se han enraizado localmente y que buscan monopolizar los mercados ilícitos en donde compiten. Pero que, para lograr su propósito, necesitan obtener algún tipo de protección del poder político y sus aparatos de seguridad (Policía, Fuerzas Armadas, Función Judicial), así como arraigo social en las localidades donde operan sus miembros (generalmente barrios suburbanos y marginales).
A este proceso político informal que consiste en generar lealtades entre los habitantes de las localidades donde operan los GCO y, de forma paralela, establecer vínculos con agentes estatales para lograr protección y resguardo, se lo conoce como «gobernanza criminal». El objetivo estratégico es el control zonal para asegurar los flujos de mercancías ilícitas. Como lo demostró Enrique Arias (2006, The Dynamics of Criminal Governance: Networks and Social Order in Rio de Janeiro) al estudiar este fenómeno en las favelas de Río de Janeiro: «el crimen organizado no puede funcionar sin algún grado de apoyo estatal y social».
Segunda pregunta: ¿Los grupos criminales organizados operan al margen del Estado o gracias a él?
En un estudio recientemente publicado de Guillermo Trejo y Sandra Ley (2020, Votes, Drugs, and Violence. The Political Logic of Criminal Wars in Mexico) se plantea una innovadora teoría para comprender el origen del crimen organizado. Sostienen que entre el estado y la delincuencia común se configura una zona gris de la criminalidad, generalmente bajo regímenes políticos autoritarios o democracias electorales minimalistas. «La zona gris es el área donde miembros de las fuerzas armadas, la policía, milicias pro-gubernamentales, fiscales públicos y directores de las penitenciarías coexisten con una amplia variedad de organizaciones criminales. Estos no son órdenes paralelos sino un ecosistema de coerción, corrupción y criminalidad donde las interacciones entre agentes estatales y grupos económicos privados dan lugar al crimen organizado».
En esta misma línea, Schultze-Kraft (2016, Órdenes crimilegales: repensando el poder político del crimen organizado) argumenta que la «crimilegalidad» –como él la denomina– está emergiendo como una característica central del orden político y social, especialmente en los países de ingresos medios y en transición en el sur global.
Con estas ideas en mente, cabe preguntarse si la masacre del #23F, el reparto de hospitales en el actual gobierno, o el sistema de coimas en torno a la contratación pública montado por el gobierno anterior, entre muchos otros, son realmente hechos aislados. O, por el contrario, son distintos episodios de un mismo fenómeno que está consolidándose en Ecuador: la gobernanza criminal.
No hay una receta infalible para salir de este laberinto bien organizado. No obstante, aprender de las experiencias de la región (Colombia, México y Centroamérica, por ejemplo) puede ser un método de trabajo inteligente para desengañarnos y ubicar a la masacre del #23F en su real dimensión.
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